Hablar de Julio es como tener una charla debajo de la mesa... Sí. Una charla debajo de la mesa supone cierta intimidad; uno se puede tumbar o recargarse; en todo caso, uno bien puede hacer un pic nic de mate y papas fritas y hablar de jazz con las rodillas de quien ha preferido, como casi todos, quedarse en la silla.
Sí, hablar de Julio es así, pero hablar de Cortázar es como seguir el rastro plateado de Osvaldo el caracol, una suerte de señal y destino que comienza con su nombre y estalla por debajo o por encima de todo cuando descubres que su apellido es una revolución chiquita y genial como un cubito de azúcar, un corte de suerte en cualquier charla sobre latinoamérica y su estética literaria (cualquier charla debajo de la mesa, por supuesto!).
Cortázar habría de jugar, en vida, con el azar (si no es que este último, también en vida, se encargó de jugar con él) para mostrarnos una dinámica literaria que nos exige volvernos parte y cómplices de cada uno de sus divertimentos porque, claro, para entrar en su mundo hay que subirse al trenecito de su lógica, en la cual, es bien sabido, un gato es un teléfono.
Y es que, con él, después de crecer sabiendo que no, que tú, que yo y llegar a ser adultos, "Volvemos -como afirmó alguna vez- a la noción de juego". Y supongo que esto, como supuso él, "forma parte de la concepción actual de la vida, sin ilusiones y sin trascendencia. Uno se conforma con ser un buen alfil o una buena torre, correr en diagonal o enrocar para que se salve el rey".
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